Artistas
Rodrigo Alcorta, Fernando Allen, Ricardo Álvarez, Ana Ayala, Gustavo Beckelmann, Marcos Benítez, Olga Blinder, Sebastián Boesmi, Luis Alberto Boh, Rosa Brítez, Juan Britos, Bettina Brizuela, Michael Burt, Prisciliano Candia, Enrique Careaga, Claudia Casarino, Feliciano Centurión, Carlos Colombino, Celso Figueredo, Enrique Giménez Velilla, Mónica González, Hermann Guggiari, Yuki Hayashi, Klaus Henning, Sara Hooper, Edith Jiménez, Francene Keery, Bernardo Krasniansky, Sara Leoz, Daniel Mallorquín, Laura Mandelik, Laura Márquez, Selmo Martínez, Alejandra Mastro, Marcelo Medina, Javier Medina Verdolini, Juan Carlos Meza, Ricardo Migliorisi, Jenaro Pindú, Josefina Plá, Alfredo Quiroz, William Riquelme, Jorge Sáenz, Osvaldo Salerno, Joaquín Sánchez, Lotte Schulz, Carlo Spatuzza, Félix Toranzos, Ángel Yegros, Keka Zaldívar.
El devenir de la colección
Ticio Escobar
Instituciones
La trama institucional que sostiene y, en gran parte, define los problemáticos ámbitos del arte constituye una de las cuestiones fundamentales del pensamiento contemporáneo: impugnada una definición a priori y fija del arte, resulta decisiva la pregunta por los circuitos que condicionan la categoría artística de las obras. Aparte del valor intrínseco de ciertas producciones, resulta indudable que es el sistema del arte (constituido por aquella trama) la entidad que «bautiza» la obra. Pero tal sistema no conforma un todo homogéneo: se encuentra animado por fuerzas diversas, y aun divergentes, que admiten márgenes de movimiento, diferencia y alteridad. Las colecciones de arte conforman un pilar de ese sistema (de ellas surgieron los museos; en ellas se apoya, en gran parte, el mercado del arte), por lo que adquieren un papel primordial en la demarcación de los indecisos lugares del arte. El carácter flexible de las colecciones deviene un aval de la elasticidad del arte, inasible por conceptos fijos y categorías definitivas.
Orígenes
Considerando que esta muestra cruza un acervo privado (la colección) con uno público (el museo), esta presentación comienza con una breve referencia al surgimiento del coleccionismo como factor decisivo de la institucionalidad del arte. El sentido euroccidental de «colección» se consolida en torno a principios afirmados con la gran transformación cultural del Renacimiento: tanto las nuevas ideas ilustradas como la innovación tecnológica que significó la imprenta, favorecieron la formación de audiencias ciudadanas más amplias.
Hasta entonces, las colecciones eran privadas, cerradas al gran público, y formadas por miembros de la monarquía, la aristocracia y las nuevas elites del capitalismo emergente. Desde el Renacimiento comienza a abrirse tímidamente el acceso a las obras; la idea de democratización impulsó la de colecciones públicas y fomentó la accesibilidad de las colecciones privadas. El «sistema de las artes» crece apoyado en el coleccionismo, la enseñanza canónica de las Bellas Artes, las muestras de los Salones de Arte y la poderosa Academia. El arte y sus instituciones siempre estuvieron sujetos a regímenes ambiguos: el sistema académico invocaba la creatividad pero promovía severos criterios de exclusión de toda obra que no se ajustara a los patrones mercantiles y estéticos vigentes. Por otra parte, ese mismo sistema tanto generaba pautas exclusivas como promovía valores de difusión universal, ideológicamente controlados y dirigidos. La Revolución Francesa marca un hito: adopta la democratización cultural como política estatal; en 1791, los salones de arte quedan abiertos a todo público (hasta entonces estaban reservados a los miembros de la Academia) sobre un trasfondo histórico definido por el surgimiento de los primeros grandes museos europeos.
De este modo, las colecciones conforman un factor esencial de la institucionalidad artística, integrada hoy por tales colecciones, el museo, las grandes galerías, las bienales y ferias de arte, la prensa, las ediciones, las subastas y la academia contemporánea (la enseñanza, la historia, la estética y la crítica de arte). La comunicación digital se suma con fuerza a la acción de este sistema cuya acción, aun dispersa, juega un papel fundamental en la definición de lo artístico contemporáneo y en la difusión de sus prácticas.
En el Paraguay, los orígenes de un coleccionismo destacable podrían ser fijados a partir del acervo formado por Juan Silvano Godoy y su posterior conversión en museo nacional. Su desarrollo histórico es breve y parco: careció del apoyo de políticas estatales y se basó, se basa, en la pura pasión y los recursos propios de los coleccionistas. Este hecho dota a los acervos de características especiales: como se verá, crecen a partir de criterios singulares y se encuentran impulsados no por intereses lucrativos, sino por una ética de la colección. Una ética impulsada por la vocación pública y la búsqueda de piezas que, orientadas por aquellos criterios, apuntan con rigor selectivo a los mejores ejemplares de cada ámbito escogido.
La doble muestra
En el caso de esta muestra, el cruce entre lo público y lo privado, presente en todo acervo, se enfatiza a partir del hecho de que una colección particular, la formada por Daniel Mendonca, es expuesta en el espacio de un museo, que implica siempre una dimensión pública, aunque no precisamente oficial. Durante meses, la colección se encuentra abierta a toda audiencia ajustándose a los dispositivos museales y narrativos de exhibición, lo que produce fructíferas interferencias mutuas que serán expuestas enseguida. Por de pronto, debe adelantarse que para el museo contemporáneo resulta fundamental todo aquello que desafía sus límites convencionales y lo fuerza a asumir modalidades expositivas particulares. Para Walter Benjamin, el paso de una actitud puramente cultual (el culto fetichizado de la obra) a una práctica exhibitiva (que acerca la obra a la mirada pública) marca el momento moderno: el aura, la potencia poética de la obra, deja de ser basada en su exclusividad, su desdeñosa distancia y su trato reverencial para activar nuevas modalidades de interacción con el público.
Así, el museo contemporáneo intenta hoy desprenderse de prácticas que lo comprometen con su pasado conservador, universalista y elitista, mientras que la colección actual busca reformular su régimen de acopio y depósito, basado en el puro prestigio social y la inversión, y lastrado por su origen académico y sus preceptos canónicos. En ese devenir, ambas instituciones cruzan sus derroteros, producen inflexiones enriquecedoras y generan nuevos conceptos y miradas. Al fin y al cabo, los museos nacen de las colecciones y guardan en su memoria institucional el origen de sus impulsos fundadores.
El cruce específico entre parte del acervo de la Colección Mendonca y los espacios del Museo del Barro adquiere notas singulares. Conformado por el encuentro de culturas diferentes, el museo constituye una entidad alternativa, crecida tras criterios decoloniales que lo desvinculan de la tradición eurocéntrica tradicional. La colección de Mendonca ha crecido a partir de impulsos propios y apuestas que no evalúan la «cotizabilidad» de las obras, sino su particular inscripción en lo que el coleccionista propone como «lo paraguayo contemporáneo», un concepto que tiene en la propia figura de contemporaneidad un reaseguro de flexibilidad apto para sortear cualquier riesgo de rigidez estilística, disciplinal o historicista.
La colección
La perspectiva contemporánea ha desterrado la pretensión de conformar conjuntos holísticos y absolutos: ya no existen colecciones totales, dirigidas a cubrir de modo definitivo una época, un estilo o un territorio. La colección actual edita formas, espacios y tiempos pero sin basarse en principios normativos y fuera de toda intención de completar y clausurar dominios. La colección Mendonca, única en su ámbito de cobertura, se centra en el arte contemporáneo del Paraguay, pero lo hace sin desdeñar formas contiguas y aun distantes que permiten discutir toda idea de límite tajante. Por eso, más que intentar marcar los contornos de una época (la actual), la colección entiende lo contemporáneo como un enfoque; un punto de vista que activa la diversidad de tiempos, secuencias, procedimientos técnicos y sensibilidades para articular las distintas piezas en un panorama movedizo, pendiente de distintas configuraciones y lecturas.
La curaduría de la exposición El exilio puntúa y subraya ciertos momentos de ese panorama a los efectos de crear diagramas posibles e impulsar miradas transversales, cruzadas, sobrepuestas y, aun, opuestas. Esa circulación azarosa de la mirada es el motor de la imagen, que cumple su función de conectar, zigzagueante, segmentos heterogéneos del mundo para renovar sus sentidos y provocar sonoridades distintas. Toda operación del arte se basa en el montaje, aun fugaz, de elementos dispares, capaces de adquirir provisionalmente una unidad y plasmar una forma posible. La expografía de la muestra desarrolla en espacio específico los postulados curatoriales. Trabaja las oposiciones y las alianzas visuales, opera con juegos de luces y zonas más apagadas, promueve desplazamientos en direcciones contrarias y obliga a la mirada a detener su curso ante planos cortantes, visualmente demandantes. Ciertos colores de las paredes de la muestra se basan en los empleados en la decoración de la casa Mendonca pero sin pretender reproducirlos: los exagera, extremando tonos, brillos y contrastes que sobresaltan, una vez más, la lectura de las obras. Las referencias textuales son escuetas, renuentes a una presencia interferente que sobrepase el límite de la información indispensable.
A título de ejemplo, la exposición comienza con una confrontación manifiesta, escenográficamente levantada en el centro de la sala de acceso: un conjunto de bustos femeninos tallados en mármol parece mirar las obras modernas y contemporáneas que lo rodean. Es que, aunque la Colección Mendonca se encuentra conformada por obras de arte del Paraguay, incluye algunas piezas europeas que contrapuntúan la acción de las locales: el modelo normativo y canónico de belleza occidental puede ser infringido pero no ignorado y, aun para ser superado, debe ser asumido como un punto de partida: como una referencia forzosa. Esta saludable «contaminación» responde por otra parte a la sensibilidad contemporánea, transgresora de límites e impugnadora de categorías estables.
Olfato de forma
La Colección Mendonca fue constituida de acuerdo a la intuición, la experiencia y los conocimientos del coleccionista relativos a este ámbito; su conformación no corresponde, pues, a un criterio museal dirigido a delimitar periodos, territorios, cuestiones o líneas del arte. Bien orientado por los juicios del coleccionista, sus estudios e investigaciones, su propia sensibilidad, el azar y no pocas corazonadas suyas, el acervo fue creciendo centrado en el periodo de la tardomodernidad y en el de la contemporaneidad del arte paraguayo. Pero, siguiendo la vocación expansiva del arte contemporáneo, también incluye imaginería religiosa de origen popular decimonónico, así como algunas piezas especiales, como los ya citados bustos europeos de mármol del s. XIX y los pequeños objetos dispuestos en vitrina, vinculados formal, afectiva y estéticamente, al margen de cualquier intención taxonómica. Estas piezas constituyen pequeñas puntadas, destellos que subrayan el momento de la forma menuda más allá de sus destinos utilitarios. Estas piezas de «arte aplicado», según la denominación tradicional, se ubican en los límites del arte y desarreglan las clasificaciones tajantes que separan lo estético y lo artístico en campos incomunicados.
Arquitectura móvil
En cierto sentido, la colección creció con la casa de la familia Mendonca. Podrían, incluso, ser invertidos los términos: los espacios de la casa se levantaron siguiendo la exigencia de determinadas obras, como las esculturas de Gustavo Beckelman, que exigían un sitio determinado y central. Pronto la atmósfera del hogar se fue reconfigurando empujada por colores y formas o apoyada en la visualidad y el formato de óleos, objetos, fotografías, grabados y cualquier otro medio expresivo considerado propicio para integrar el acervo. Una de las fortalezas de la colección radica justamente en la flexibilidad de sus criterios y en la actitud alerta de quien sabe convocar las piezas adecuadas, rastrearlas y dar con ellas con celeridad. A veces aparece una obra exacta que debe ser obtenida en su sazón, instantáneamente. El deseo es buen cazador: percibe el rumbo de las presas, las convoca y logra ganarlas.
Miradas cruzadas
Pero el deseo no solo habilita la posición de acecho; también sabe asignar emplazamientos desde donde pueda el observador ser observado. Lacan dice que el sujeto mira la obra de arte, pero también que es mirado por ella; en ese juego de miradas se produce el clic, la pequeña chispa que enciende la forma. Una de las definiciones del aura consiste en la posibilidad de provocar un intercambio de ojeadas entre el espectador y el objeto. Según Benjamin, esa interacción regula el juego de la distancia, el trecho indispensable para que despunte la potencia de la forma, el splendor formae. La cuestión se complica cuando consideramos que en el ámbito del arte la obra es más que el objeto. Por eso, Lévinas dice que el «arte deja la presa por su sombra»: no basta con poseer y exponer el objeto, éste debe ser abierto a su fuera de sí y a su otro lado. El coleccionista «caza» la presa seducido por sus reflejos, sus ecos y resonancias, los que sabe detectar más allá de la pura presencia de la pieza. El curador engrana conceptos en constelaciones de mirada. El expógrafo instala espacialmente las geometrías que traza el devenir de la imagen. Estos tres convocan la mirada para articularla en configuraciones nuevas, dinámicas siempre; siempre abiertas a ensanchar el campo visual para condensar la experiencia de las cosas y enriquecer sus significaciones tantas.
El devenir
Uno de los ejes curatoriales de esta exposición gira en torno a la figura del desplazamiento: el movimiento de las obras desde su ámbito propio –casi diría su «zona de confort visual»– hasta un espacio museal, regido por criterios y normas totalmente diferentes. Este movimiento resulta fundamental para la historia de la colección, cuyas piezas, guardadas en la casa, no habían pasado por la prueba de la exposición al público. Eran hasta entonces obras «en sí», no habían adquirido el «para sí» que otorgan la inscripción curatorial y la disposición expográfica y avala el expediente indispensable de la mirada: de las otras miradas, diferentes a las de quienes habían reunido las obras. Las miradas del público, de los críticos, comentaristas y periodistas; de los galeristas, los otros coleccionistas y los estudiantes y profesores de arte. Hasta entonces, la colección Mendonca se desarrollaba fuera del circuito de las miradas, digamos, «extrañas». Había adquirido entidad en sincronía con la casa misma; una vivienda planeada intencionalmente como sitio que albergaría las obras, aunque éstas no estuvieran aún pensadas como parte de una colección sistemática y definida en su concepto. En el año 2000, el proyecto de la casa y el de la colección nacieron de manera simultánea, como partes de un proceso que se iniciaba con el doble movimiento del espacio y de las imágenes.
Levantada la casa de la familia Mendonca, las piezas comenzaron a definir zonas y territorios. Obviamente, la pregnancia visual de una obra de arte involucra un área imantada y potente: las habitaciones de la casa no pueden quedar inmunes a una presencia tan señalada. Es de suponer, incluso, que la propia coreografía doméstica tuvo que adaptarse en su circulación a tal presencia, proyectada más allá de su emplazamiento físico: la visualidad y su juego de significaciones diversas expanden el emplazamiento de las obras. En el arte contemporáneo, la ubicación de las obras resulta constitutiva de su exhibición, pues ellas activan significaciones diversas desde su ubicación particular: son obras contingentes, piezas de sitio específico. El antiguo dispositivo moderno del cubo blanco, que aislaba las obras de toda interacción con el lugar de su puesta, es impugnado hoy por la activa incorporación del espacio concreto que condiciona la exhibición de la obra ante la mirada.
La expografía de esta exposición no busca reproducir el clima de la casa Mendonca, pero recoge de esa casa ciertas osadas combinaciones de colores propuestas por su arquitecto, Hermann Dienstmaier, cuya persona y cuyo trabajo son recordados en esta muestra. Estas radicales combinaciones cromáticas desafían la función expresiva de las obras: impulsan a sus tonos a negociar no solo con los de las piezas cercanas, sino con los colores potentes de las paredes que condicionan unas y otras.
A diferencia de la disposición de las obras en la casa, la puesta en exhibición museal trabaja los vínculos generados entre las obras; prevé conflictos y acuerdos entre la proyección visual de cada una de ellas e impulsa la sinergia producida cuando se las reúne en distintas distribuciones. Por otra parte, no puede evitarse que la institución museo cumpla su papel auratizador: refrenda la «artisticidad» de la obra al lado de otras instancias que incluyen la propia colección. Este hecho también marca los alcances diferentes de las obras, según se encuentren dispuestas en el museo o en la casa.
Se ha seleccionado para esta muestra un título fuerte, dramático casi: el exilio hace referencia al desplazamiento de las obras desde la casa Mendonca hasta el Museo del Barro; pero también menta el devenir de los significados producidos por ese traslado, así como el desarraigo, la deslocalización de piezas que han madurado sus formas y contenidos ante la mirada de quienes moran la casa. Pero la etimología del vocablo «exilio» también habilita otras acepciones. El término latino exsilium deriva del arcaico exsul, que incorpora también las connotaciones del verbo «ambular»: designa no solo la gravedad de lo que ha sido arrancado de su suelo, sino también la dinámica del devenir, de lo que se mueve y circula para renovar sus sentidos y ampliar el ámbito de su difusión y el alcance de sus signos y sus imágenes. La propia idea de «arte» se encuentra marcada por la figura del desarraigo: una obra nunca coincide con su propio contorno ni queda estancada en un mismo lugar; se halla siempre dispuesta a cambiar de posición, y de tiempo, para cumplir su función principal: la de regenerar significaciones que alteran el orden ordinario de las cosas y las vuelven, por un instante o para siempre, diferentes de sí. El arte busca sacudir esas cosas, desempolvarlas, moverlas, para que el velo de la rutina no opaque la visión del otro lado; para que no apague el lustre, potente o leve, que las hace extraordinarias ante la mirada.
Un relato signado por la figura del exilio
Adriana Almada
Una colección privada adquiere carta de ciudadanía cuando se expone a la mirada pública. Es lo que ha sucedido con la Colección Mendonca, de cuyo acervo Ticio Escobar realizó una ajustada y oportuna selección, abierta al público en el CAV/Museo del Barro bajo el título El exilio.
Si bien hay otras colecciones particulares de arte muy importantes en el Paraguay, esta es la única que ha focalizado su interés específicamente en la producción contemporánea, aunque también incluye, a modo de márgenes de referencia, algunas piezas modernas. A lo largo de veinte años Daniel Mendonca fue reuniendo un volumen de obras que responde no solo a su intuición, su gusto o sus impulsos, sino a una idea de país. Por eso, para entender esta colección hay que conocer también el perfil del coleccionista: es un atento observador del acontecer político, social y económico del Paraguay y del curso de su historia, un jurista comprometido con la democratización y el constitucionalismo, un conocedor de los mecanismos jurídicos y políticos del poder, un analista de la realidad nacional. Asimismo, su vida personal ha estado fuertemente marcada por el arte, casi como un designio de familia. Desde esta posición se acerca a la praxis artística y se involucra en ella.
La colección se estructura sobre dos ejes. El primero, temporal, se despliega entre 1970 y nuestros días. Pero este eje es flexible y puede, ocasionalmente, retroceder hasta los años 60, a los momentos y/o actitudes de la modernidad que prefiguran lo contemporáneo [1]. Sin embargo, y como queda manifiesto en la exposición, este programa es sacudido por el curador, quien instala un gesto anacrónico al incluir en la muestra piezas europea decimonónicas, así como imágenes de santería popular de comienzos del siglo XX, todas de propiedad del coleccionista, que –en rigor– no son parte de la colección, son previas a ella, pero la bordean, estableciendo cruces conceptuales y formales con las obras contemporáneas. Por eso Ticio Escobar señala en su texto curatorial que más que intentar marcar los contornos de una época (la actual), la colección entiende lo contemporáneo como un enfoque. El segundo eje define una espacialidad restringida al ámbito del Paraguay. Esta es la escena de la colección, compuesta por unas 400 obras de artistas paraguayos y extranjeros producidas en el país.
Sin pretensión de totalidad, pero con un horizonte amplio, el coleccionista fue constituyendo constelaciones significativas ligadas tanto al devenir histórico del Paraguay (la guerra de la Triple Alianza, la guerra del Chaco, la dictadura de Stroessner) como a cuestiones actuales acuciantes (violencia política, inequidad social, asuntos indígenas, perspectiva de género, diversidad sexual, problemática identitaria), incluyendo lo trágico y la expresión catártica, sin dejar de lado el humor y cierta irreverencia lúdica. Si bien las condiciones formales son un componente importante, a la hora de decidir una adquisición no es el criterio estético el que prevalece sino la potencia expresiva de la obra, su intensidad, su capacidad de remover prejuicios, generar inestabilidad y convocar sentidos plurales.
La Colección Mendonca es fruto de un sistema de relaciones en el cual el vínculo directo con los artistas ocupa un lugar privilegiado. El coleccionista sigue de cerca su proceso creativo mediante la visita a los talleres o la comunicación frecuente. Esto alimenta una práctica de encargos que se sustenta en el diálogo y da origen a obras surgidas de la reflexión compartida y el análisis. Es decir, no es un coleccionista pasivo que se limita a elegir lo disponible en el mercado; por el contrario, busca, investiga, explora, desafía a los artistas con sus pedidos. (Aquí los límites se expanden y ya serpentean la clínica y la curaduría).
Otro vínculo importante es el establecido con las principales galerías de Asunción –cuyos depósitos el coleccionista recorre periódicamente, además de asistir puntualmente a las exhibiciones–, así como el intercambio permanente con críticos y curadores. Pero, más allá de todo este circuito, un espeso background respalda cada adquisición, un sustrato que se arraiga en la infancia del coleccionista (en las clases de arte de su madre o los paseos que con ella hacía por los anticuarios y mercados de pulgas), en su estancia juvenil en Buenos Aires, en las prolongadas estadías anuales en Europa, en los reiterados viajes a los grandes centros de arte, en la avidez por las publicaciones especializadas. Cada obra que ingresa a la colección pasa por un tamiz contextual que la confronta con otras de las más diversas procedencias y temporalidades.
La Colección Mendonca ofrece, en cierta medida, una cartografía del arte contemporáneo paraguayo. El coleccionista ha hecho un mapeo de líneas, tendencias, indagaciones, para crear una narrativa interna dúctil, susceptible de ser abordada de distintas maneras, que actúa como la urdimbre en tensión que sostiene la trama del tejido. “Cuido mucho el hilo conductor –dice–. Hay un razonamiento oculto. Dejo a la vista la conclusión pero el observador debe encontrar las premisas. (Conclusión siempre transitoria, hay que decirlo).
Como toda colección rica en contenidos y experiencias formales, y con un corpus que crece sin pausa, ésta puede ser fuente de complejas exploraciones discursivas, actuando como un reservorio simbólico listo para ser activado en cualquier momento y en diferentes direcciones. Aquí vale la pena traer a colación un concepto finamente desglosado en una reciente conversación online, ampliamente difundida, entre Ticio Escobar y la psicoanalista brasileña Suely Rolnik: los gérmenes de futuro. Esta idea, que da cuenta de la latencia de significados dispuestos a “florecer” en algún porvenir, bien podría ser aplicada a una colección como ésta, que se comporta como un organismo vivo capaz de procesar reservas de subjetividad, de acumular fórmulas provisionales pero efectivas para mirar el pasado, afrontar sus heridas y vislumbrar el futuro. O que, como decía Walter Benjamin de la narración (y una colección es también eso, una narración y muchas narraciones juntas), “es como esas semillas que quedaron encerradas durante miles de años en las cámaras herméticas de las pirámides y que hasta hoy conservan su poder de germinar [2].
En ese cuerpo-madre, la colección, que muta y se recompone constantemente (cada elemento nuevo altera su equilibrio eventual), las emergencias y las rarezas son bienvenidas, así como los ensayos truncos y las experimentaciones fallidas: obras que no responden a un canon, que rubrican una búsqueda quizás infructuosa pero fértil en pulsiones. Aquí el paradigma de calidad (orientador crucial de toda incorporación) queda relegado en función de una vigilia alerta que registra hasta los mínimos movimientos. Porque una colección puede ser también repertorio de pequeños latidos. Y operar, incluso, como archivo.
Salir a escena
Ticio Escobar asienta su curaduría en la figura del exilio, imagen que se desprende del propio procedimiento de producción de la muestra (el desplazamiento de las obras desde la residencia Mendonca hasta el museo) y que remite a la condición misma del arte: «El término latino exsilium deriva del arcaico exsul, que incorpora también las connotaciones del verbo ambular: designa no solo la gravedad de lo que ha sido arrancado de su suelo, sino también la dinámica del devenir, de lo que se mueve y circula para renovar sus sentidos y ampliar el ámbito de su difusión y el alcance de sus signos y sus imágenes»[3], Este desarraigo, para citar la palabra que usa Escobar, marca el inicio de un camino de institucionalización de la colección, cuya comparecencia en el espacio museal ensancha sus contornos (de por sí móviles) y termina consumando un deseo y dando satisfacción a una necesidad profunda que se halla en la base de la conducta de todo coleccionista que se precie: mostrar lo colectado (un mostrar siempre fragmentario, que corre a la zaga del impulso acumulador).
En el conjunto expuesto hay obras que por primera vez son presentadas al público, en tanto otras fueron parte de exhibiciones individuales o colectivas, incluso bienales internacionales. Sin embargo, el diagrama curatorial reconfigura sus códigos y exacerba sus significados al contraponerlas en las salas y articular una nueva escritura.
«El gran error es pensar que solo se mira con los ojos. Se mira con todo el cuerpo», decía Didi-Huberman en una de las tantas entrevistas que suele conceder. De ahí la importancia del recorrido, de poder deambular (para volver al término exilio) entre las piezas, de establecer una conexión corporal con ellas. En este sentido, la expografía –realizada por Osvaldo Salerno– se hace decisiva: es el hilo de Ariadna pero también la mano que nos empuja al abismo. Aturdidos, quizás, por una estridencia cromática que rememora los colores del hogar (la residencia-útero diseñada para albergar las obras, muy alejada del cubo blanco), quedamos en el estado perfecto para contemplar-leer-asimilar la muestra: vulnerables. El itinerario es accidentado, hecho a veces de cortes abruptos y otras de deslizamientos plácidos. Las piezas, ubicadas a diferentes alturas y de modo inesperado, exigen una coreografía especial de parte del espectador.
El carácter contemporáneo de la colección no solo no impide la presencia de obras tardo-modernas, como las categoriza Escobar, sino que la estimula, en un juego de filiaciones y contrastes que enriquecen la muestra. Esta maniobra llega al extremo –como mencionamos al principio– con la inclusión de mármoles italianos y franceses del siglo XIX. La exposición se abre con estas piezas, un grupo de nueve bustos femeninos que, retrospectivamente, interpelan la percepción contemporánea. Pero lo hacen con la elegancia de una belleza que se retrae, discreta, generando un dispositivo alegórico centrado en la mirada. Hay algo de murmullo, de gossip, de complicidad retórica en esos rostros contenidos, pudorosos, temerosos acaso, estratégicamente dispuestos, de ojos bien abiertos, reflexivos unos, pícaros o escrutadores otros, pero siempre muy expresivos, que parecen anticipar, en sus variadas direcciones, los múltiples e imprevisibles derroteros de la imagen.
Si coleccionar era un programa político para Juansilvano Godoi, como afirma Roberto Amigo al referirse al primer coleccionista paraguayo cuya labor daría luego nacimiento al Museo Nacional de Bellas Artes [4], los afanes de Daniel Mendonca esbozan un proyecto cultural que, desde el presente, bosqueja los paisajes venideros.
Notas
[1] Hay, incluso, en la colección un Bestard de los años 50 y varias piezas de Julián de la Herrería cuyos valores formales contienen notas de contemporaneidad.
[2] Walter Benjamin (2011). «Le conteur», en Éxpérience et pauvreté, París: Éditions Payot & Rivages, p. 72. La traducción es mía.
[3] Ticio Escobar (2019). «El devenir de la colección», en catálogo El exilio. La Colección Mendonca en el museo. Asunción: CAV/Museo del Barro, p. 9 y pp. 18-28 de esta edición.
[4] Roberto Amigo (2014). La Colección Godoy. Catálogo razonado. Museo Nacional de Bellas Artes. Asunción: Secretaría Nacional de Cultura, p. 13.
Texto publicado en el suplemento cultural del diario ABC Color, 02 de agosto de 2020.